jueves, 24 de febrero de 2022

El extraño caso de los relojes discordantes ( PROSA)

 

Dos esquinas… un solo edificio.

Apenas cincuenta metros entre ellas… ¿ Entraría ahí una piscina olímpica? Me muerdo el labio, achino los ojos.

También dos cruces: cuadradas, luminosas, parpadeantes. Cada chaflán la suya.

Símbolos de una farmacia… la misma.

¿ Son dos cruces ? o una repetida. Se ven idénticas, inanimadas, exactas, fabricadas en serie; pero cada cual también única, ocupando su espacio propio.

Sigo en la observación.



Aquella de la izquierda según yo miro, junto al roble viejo, señala veintiún grados. Sus dígitos sentencian en rojo la temperatura.

La de la derecha, que es la de la izquierda para el repartidor de bebidas de gran barriga que acaba de bajarse de su camión enfrente mío al otro lado de la calzada, marca dieciséis. En ambos casos Celsius. Él ni se ha fijado. Suda.

Quizá la sombra del parque, una corriente de aire que asciende desde el río o el mismo sol que golpea la cara sur explican este desfase. Curioso. Frunzo más el ceño.

¿ Cinco grados en cincuenta metros y colocadas simétricas a seis metros de altura ?  La suma de dos canastas de baloncesto o una novena parte de cualquier piscina olímpica.

Alguna tiene que tener el termómetro roto.




Sin aviso sus números digitales, distantes, mutan a otra cosa: ahora son reloj. Siguen rojos.

El repartidor cruza con su carretilla llena de cajas de bebida de cola ( No pienso hacer publicidad de ninguna marca registrada)

Lleva una horrible camisa marrón con rayas grises. Por lo menos no la ha elegido él. Es su uniforme. Obligatorio. Si no lo usará, si cualquier martes para ir al trabajo decidiera ponerse por su cuenta la camisa hawaiana de la suerte que compró en Benidorm hace años, no volvería.



Repito mi mirar.

Siento un estremecimiento.

El reloj de la cruz de la derecha, ahora también ya para el repartidor, marca las 14:46. El que se exilia al fondo lo contraría: 14.41.

Ganas me dan de frotarme los ojos mientras un calor incómodo me trepa ya hasta la cara.

¿ Qué hora es ?

Porque digo yo que el tiempo es exacto ¿ no ?



Si existe como Realidad debe ser rotundo, no éste panorama dispar. Y si no es coincidente… para qué lo medimos entonces. Barra libre.

De cuál de las dos cruces debo fiarme.

Resoplo.

El extraño caso de los relojes discordantes me absorbe en cábalas. Puede que las personas del fondo vivan sus días con cierto adelanto o por contra la gente que habita los pisos más cercanos lleven un claro retraso; fantaseo incluso con que algún vecino codicioso amasa sus trescientos sesenta segundos robados para usarlos según mejor le convengan.

Tras lo gracioso empiezo a percibir un desastre.

¿ Existe el tiempo?



Si solo fuera la adaptación humana de lo Eterno, otra convención para sobrevivir, no me parecería mal; pero habría que mentirse todos a la vez, digo yo, bien coordinados en el engaño. Si no que cada barrio o país elija cuánto duran sus minutos o según qué calle o continente los días puedan oscilar entre veintinueve y cuarenta y seis horas.

El tiempo es objetivo: eso nadie lo discute; pero visto lo visto quién determina que justo esa fracción, ésa y no otra, es un minuto, aquella dos segundos, la siguiente tres horas exactas. Y de dónde se recortan sus pedazos. Acaso existe el Reino del Tiempo con sus fábricas o enormes almacenes.¿ Hay un hilo inacabable que el hombre fracciona a voluntad ?




Ganas tengo de preguntarle al repartidor qué medida determina las porciones y porque no coinciden las que tengo frente a mis ojos. No está a la vista. Una bella muchacha sí que pasa por mi lado. La abordo.

- Qué hora es.

Saca su móvil.

- Las 14:39

Vuelvo a mirar los relojes. Allí son ahora las 14.42 y las 14.46

- No puede ser.

- Sí – dice viva mientras me enseña la pantalla. Es morena y ágil, con una belleza espontánea.

Esto nos pasa por limitar lo eterno, pienso asustado.

Debe ver mi cara de asombro porque en seguida añade algo.

- Si no llegas a algún sitio – dice con tono solidario - tengo aquí mismo mi furgo y tiempo para acercarte dónde quieras.

A qué tiempo se referirá. Cuál es su medida. Tal vez no coincidamos.

Salgo de dudas nada más subir a la vieja Volkswagen azul.



En el centro del salpicadero un reloj de inmensos números, éstos negros, grita orgulloso las 13:43. Alucino.

Vuelve a verme la cara.

- No he cambiado todavía al horario de verano – dice desde su envolvente sonrisa. Ahora veo que tiene un diente roto casi por la mitad.

Entro en bloqueo.

Qué podría contarla: mi creciente convicción de que el tiempo es un absurdo cerco que alguien inventó algún día, decirla que empieza a parecerme de risa eso de medir la eternidad o tal vez compartir con ella en confianza cuándo dura el rato que tiene para llevarme a ninguna parte.



Su nariz es perfilada, tajante, labios de selva, pequeñas pestañas y esa clase de ángel que al aparecer hace olvidarlo todo. Huele a promesa y olvido. Mi cuerpo a su lado siente, sin pensarlo, que un beso suyo, apenas el leve roce de sus labios, podría hacer saltar por los aires todos los relojes del mundo. Tal vez exista un vacío más allá del vacío; algo parecido a un espacio donde el tiempo se derrite entre las caricias de lo esencial.

Pudiera ser entonces que aquellas cruces que son relojes se han ido enamorando también cada cual desde su esquina del parque solitario o del primer rocío de enero o de aquella niña de coletas frágiles que cada día pasa con su cartera rosa camino del cole. Solo la poesía desbarata los planes más rígidos.



Hace diez segundos, de los míos, he dejado de esforzarme por comprender ya nada, sólo disfruto de una alegría imprevista que me invade vaporosa sin aviso. De pronto creo en lo relativo y la miro desde más allá del tiempo, abrigado a la intemperie de los plazos.


- ¿Dónde vamos?