Dos esquinas… un solo
edificio.
Apenas
cincuenta
metros entre ellas… ¿
Entraría
ahí una piscina olímpica?
Me muerdo el labio,
achino los ojos.
También
dos cruces: cuadradas,
luminosas, parpadeantes.
Cada chaflán la suya.
Símbolos
de una farmacia… la
misma.
¿
Son
dos cruces
? o una repetida.
Se ven idénticas,
inanimadas,
exactas, fabricadas
en serie;
pero cada
cual también única,
ocupando
su espacio propio.
Sigo
en la observación.
Aquella
de la izquierda según yo miro, junto al roble viejo, señala
veintiún grados. Sus dígitos sentencian en rojo la temperatura.
La
de la derecha, que es la de la izquierda para el repartidor de
bebidas de gran barriga que acaba de bajarse de su camión enfrente
mío al otro lado de la calzada, marca dieciséis. En ambos casos
Celsius. Él ni se ha fijado. Suda.
Quizá
la sombra del parque, una corriente de aire que asciende desde el río
o el mismo sol que golpea la cara sur explican este desfase. Curioso.
Frunzo más el ceño.
¿ Cinco
grados en cincuenta metros y colocadas simétricas a seis metros de
altura ? La suma de dos canastas de baloncesto o una novena parte de cualquier piscina olímpica.
Alguna
tiene que tener el termómetro roto.
Sin
aviso sus
números digitales,
distantes, mutan a
otra cosa: ahora son
reloj.
Siguen rojos.
El
repartidor cruza
con su carretilla llena de cajas de bebida de cola (
No pienso hacer
publicidad de ninguna
marca registrada)
Lleva
una horrible camisa marrón con rayas grises. Por lo menos no la ha
elegido él. Es su uniforme. Obligatorio. Si no lo usará, si
cualquier martes para
ir al trabajo decidiera
ponerse por su cuenta
la
camisa hawaiana de la
suerte que compró en Benidorm hace años,
no volvería.
Repito
mi mirar.
Siento
un estremecimiento.
El
reloj de la cruz de la derecha, ahora también ya para el repartidor,
marca las 14:46. El que se exilia al fondo lo contraría: 14.41.
Ganas
me dan de frotarme los ojos mientras
un calor incómodo me
trepa ya
hasta la
cara.
¿
Qué hora es ?
Porque
digo yo que el tiempo
es exacto
¿ no ?
Si
existe como Realidad
debe
ser rotundo, no éste
panorama dispar.
Y si no es coincidente…
para qué lo medimos entonces. Barra
libre.
De
cuál de las dos cruces debo fiarme.
Resoplo.
El
extraño caso de los relojes discordantes me
absorbe
en cábalas. Puede que
las personas del
fondo vivan
sus días con cierto adelanto o
por contra la gente que habita los pisos más cercanos
lleven un
claro retraso;
fantaseo
incluso con
que algún vecino
codicioso amasa sus
trescientos sesenta segundos robados
para usarlos según
mejor le convengan.
Tras
lo gracioso empiezo a percibir un desastre.
¿
Existe el tiempo?
Si
solo fuera la
adaptación humana de lo Eterno,
otra
convención para
sobrevivir, no
me parecería mal; pero
habría
que mentirse todos
a la vez, digo yo,
bien
coordinados
en el engaño. Si no
que cada barrio o país
elija cuánto duran sus minutos o según qué calle o
continente los días
puedan oscilar entre veintinueve y cuarenta y seis horas.
El
tiempo es objetivo: eso nadie lo discute; pero visto lo visto quién
determina
que justo esa
fracción, ésa y no otra,
es
un minuto, aquella
dos
segundos,
la siguiente
tres
horas
exactas.
Y de dónde se recortan
sus
pedazos.
Acaso existe el Reino
del Tiempo con sus
fábricas
o enormes
almacenes.¿
Hay un hilo inacabable
que el hombre fracciona
a voluntad ?
Ganas
tengo de preguntarle al repartidor qué medida determina las
porciones y porque no coinciden las que tengo frente a mis ojos. No
está a la vista. Una bella muchacha sí que pasa por mi lado. La
abordo.
-
Qué hora es.
Saca
su móvil.
-
Las 14:39
Vuelvo
a mirar los relojes. Allí son ahora las 14.42 y las 14.46
-
No puede ser.
-
Sí – dice viva mientras me enseña la pantalla. Es morena y ágil,
con una belleza espontánea.
Esto
nos pasa por limitar lo eterno, pienso asustado.
Debe
ver mi cara de asombro porque en seguida añade algo.
-
Si no llegas
a algún sitio
– dice con tono
solidario - tengo aquí
mismo mi furgo y
tiempo para acercarte dónde quieras.
A
qué tiempo se referirá.
Cuál es
su medida. Tal vez no
coincidamos.
Salgo
de dudas nada más subir a la vieja Volkswagen azul.
En
el centro del salpicadero un reloj de inmensos números, éstos
negros, grita orgulloso
las 13:43. Alucino.
Vuelve
a verme la cara.
-
No he cambiado todavía al horario de verano – dice desde su
envolvente sonrisa. Ahora veo que tiene un diente roto casi por la
mitad.
Entro
en bloqueo.
Qué
podría contarla: mi creciente
convicción de que el tiempo es un absurdo cerco que alguien inventó
algún día, decirla que empieza a parecerme de risa eso de medir la
eternidad o
tal vez compartir con ella en
confianza cuándo dura
el rato que tiene para llevarme a ninguna parte.
Su
nariz es perfilada,
tajante, labios de
selva, pequeñas pestañas
y esa clase de ángel
que al aparecer hace
olvidarlo todo. Huele
a promesa y olvido. Mi
cuerpo a su lado
siente, sin
pensarlo, que un beso
suyo, apenas el
leve roce de sus
labios, podría hacer saltar por los aires todos los relojes del
mundo. Tal vez exista un vacío más allá del vacío;
algo parecido a un espacio donde el tiempo se derrite entre
las caricias de lo
esencial.
Pudiera
ser entonces que
aquellas cruces que son relojes se han ido
enamorando
también
cada cual desde su
esquina del parque
solitario o del primer
rocío de enero o de
aquella niña de coletas frágiles que cada día pasa con su cartera
rosa camino del cole. Solo la poesía desbarata los planes más
rígidos.
Hace
diez segundos, de los míos, he
dejado de esforzarme por comprender ya
nada, sólo disfruto de
una
alegría imprevista
que me invade vaporosa
sin aviso. De
pronto creo en lo
relativo y la miro
desde más allá del
tiempo, abrigado a
la intemperie de los plazos.
-
¿Dónde vamos?